No se si ustedes lo han notado pero en esta ciudad ya no soplan con fuerza los vientos de agosto,
o al menos eso pareciera en estos tiempos en que nuestro cielo sabanero no se
vio inundado de colores y siluetas, de
pitingles y cometas como en épocas de antaño. Cuando los vientos alisios del
oriente llegaban con mas fuerza en el octavo mes del año, y elevaba las cometas a lo largo y ancho de
los cuatro puntos cardinales. Ah días aquellos en que los chulitos y las
cometas alegraban nuestra infancia y
adolescencia.
En mi memoria a un persiste la imagen de la cuadra donde me crie y
de la familia Guachetá. Experta en el
noble arte de fabricar chulos, cometas y estrellas de manera artesanal; con
nada mas que veradas*, hilo, colbon y papel de seda. Ellos Vivían atrás del sector 23; en el rincón de la
cuadra. En aquella vieja plazoleta donde justo en el centro del parque, crecía
un frondoso árbol de Acacio, testigo de la quema de años viejos, en fiestas decembrinas
y del cual se desprendían pequeños caminos que llevaban a las casas de los Mur,
los Barbosa, los Páez, los Henao, los Ramírez, los Crinstancho
y ellos fabricantes de cometas.
La tradición empezó por algo circunstancial; como si el azar hubiera
marcado el horizonte de doña Lola; que
un acto sin querer terminó siendo cómplice de los caprichos de su hijo Edgar,
quien estallaba en lagrimas cada vez que su cometa se arruinaba por la lluvia.
Doña Lola como toda madre compinche de sus hijos; optó por experimentar con una
nueva cometa que resultara mas eficiente a las inclemencias del tiempo y la
fricción del viento. Con una bolsa blanca del almacén LEY y sin conocer
las reglas de la aerodinámica y el vuelo
-pero con la malicia que tienen las
madres- terminó fabricando una
cometa que se convertiría en la envidia y el encanto de los muchachos del
barrio. Y el empréstito resultó tal, que doña Lola ante la presión de los
amigos de su hijo, se motivó a diseñar un patrón que se pudiera realizar en
serie con el fin de suplir sus caprichos ventoleros y de paso ganarse algunos
pesos; sin saber que abriría paso a un negocio
que se convertiría en economía y oficio familiar por mucho tiempo; llegando a vender en temporada 2000 chulitos
cien pitingles y 30 estrellas con tan buena suerte que el negocio llego incluso
a extenderse por las tiendas y misceláneas del barrio.
Era común ver de lunes a domingo y desde finales de julio hasta
entrado el mes de septiembre, pasar la romería de gente por la cuadra con su chulo o cometa colgada en el brazo. Como bello y sublime era sentir
el aroma a tabaco que emanaba de la casa de doña Laura cuando se atravesaba
el callejón para ir a comprarlas. Desde esta esquina con olor tabaco y justo al lado de la casa de las Valdez, ver hacia
el rincón de la plazoleta era verlos trabajando
juntos sentados en el antejardín o sala
de su casa; organizados al mejor estilo de la división
fordista del trabajo. Doña Lola cortaba el papel, don Carlos alistaba las
veradas, Edgar doblaba los arcos y amarraba los vientos (punto clave en la
proeza y calidad del vuelo) Sandra
pegaba las varitas diagonales llamadas centros, Angélica y Luz Stella
fijaban los arcos con parches de papel, mientras el abuelo Fabricio se
encargaba de pegarle las colitas y doña Transito despachaba la venta. Una instantánea
impresionista al mejor estilo de Van
Gogh.
Desde mayo comenzaban a alistar los materiales que compraban en el
almacén cristal, para esa época también crecían y florecían las veradas en las
riberas de los ríos; indispensables para
la aerodinámica de las cometas. Don Carlos y Doña Lola Edgar viajaban hasta las
rivera del rio Upin y vagueaban
entre la maleza para conseguirlas.
Al llegar el mes de agosto las ansias de salir rápido del colegio lo
consumían a uno. Nada mas era llegar a casa para después de almorzar alistar el
pintingle y subir al tejado y echarlo a elevar. Era común encontrar los amigos
de la cuadra encaramados en los techos de sus casas elevando su cometa; como
común era verlas enredadas entre las cuerdas de la luz o en las copas de los árboles.
El vuelo duraba varias horas y se prolongaba al caer la tarde,
cuando se habían disipado las ganas de volar. Hay quienes nos atrevíamos al
planeo nocturno acompañados bajo la luz de la luna o simplemente con el resplandor
del cielo estrellado; guiándonos simplemente por los mensajes de papel blanco que enviábamos
a través del hilo o la piola y se
elevaban hasta casi tocar la cometa.
Los cielos de la sexta y los potreros aledaños que colindaban con
el barrio la Esperanza y se extendían hasta la carretera del amor; fueron testigo de las batallas aéreas de chulos, pintingles, cubo, cometas, y estrellas. Como no recordar
cuando se le ponía una cuchilla minerva para trozar el hilo o dañar otra cometa
.
Acuciantes fueron los concursos de cometas que se realizaban el último
domingo de agosto en la cuarta etapa del barrio. Allí asistíamos todos. No importaba el tamaño o el
diseño simplemente era elevar y soñar.
Pero la ciudad fue creciendo y los grandes potreros fueron
desapareciendo para darle paso a nuevos barrios y la gran mole de concreto. Y un día sin más, los Guachetá levantaron
vuelo y se fueron de la cuadra para
buscar nuevos rumbos en otro barrio. Con
ellos se fueron las viejas cometas de
papel pitingle que tantas alegrías nos habían brindado y con el tiempo fueron
remplazadas por las cometas de prolipopileno.
Hoy cuando escribo estas líneas, no dejo de añorar con
nostalgia el vuelo de la cometa y a la familia Guachetá que tantas alegrías
nos dio en el barrio y nos abrió el camino a la fantasía de volar.
Septiembre 4 2014.


